Naturaleza Muerta: Flores, ratas y bosques.


Me llevó años entender, o asociar, la idea de Naturaleza muerta. Pensaba en pajaritos caídos del nido después de una noche de tormenta o en algún perro atropellado. Después, instrucción mediante, lo correlacioné con platos de frutas o floreros en un bastidor.
“Naturaleza Muerta”… parece un oxímoron. Tal vez antes de estudiar biología lo hubiese pensado contradictorio, ¿qué más vivo que la Naturaleza? Aún las frutas en los bowls del siglo XVIII estaban llenas de colores y olor. Estudié biología, justamente, para entender qué es aquello que hace de lo vivo, vivo, andaba detrás de la pregunta por la vida. Quería comprender a los animales, las plantas, los bosques: “la Naturaleza”. Con ese espíritu llegué a la primera materia de la cursada, donde nos enseñaron cosas de moléculas, reacciones químicas, procesos, biología celular. Para cuando (¡al fin!) llegué a zoología, la aproximación al fascinante mundo de los mamíferos fue pasar de una rata viva a una rata muerta. Abierta en dos. Despedazada. Lo mismo con los insectos y un grillo, los anfibios y una rana. Y así.
¿Qué es entonces la Naturaleza muerta? Si es una contradicción, es una contradicción tan expandida hasta volverse norma. Naturaleza muerta es un modo de habitar, de fijar flores en una pared, de transformar a una rata en máquina. Volver al florero en un eterno recuerdo, eterna juventud que no se marchitará jamás. Como los modelos animales, animales de laboratorio, ejemplos universales expuestos sobre una mesa de disección. La naturaleza muerta perpetúa, fija y clava, aquello que sólo habita el devenir. Se construye así, en la biología y en las artes plásticas, un mundo de flores eternas con taxonomías universales, animales-máquina, embalsamados en un museo, reclamando un para siempre que sólo es accesible desde el óbito. ¿Cómo apropiarse de lo vivo? exponiéndolo, en las paredes de las casas de bien o en los museos del “primer mundo”, sistematizando, taxonomizando, todo quieto, calmo, lejos del terror, muerto. Para construir un paisaje de naturaleza muerta entonces sólo basta con seguir ciertos pasos:
1.       Hacer a lo vivo máquina
2.       Separarlo en partes
3.       Sistematizar funciones y elementos
4.       Juntarlo bajo un orden establecido
5.       Ponerlo a funcionar
Entonces, ¿Cómo domesticar a un bosque? Poniéndole nombre y reclamándolo como un espacio cartesiano, para luego poder dividirlo y adjudicarlo. Se plantarán pinos, se sembrarán palomas y gorriones, todo controladamente, sistematizadamente, bajo un orden dispuesto según mapas, burocráticamente, bajo lógicas de representación, siempre minimalistas, siempre geométricas. Todo será racional. Se harán senderos guiados por donde se caminará apaciblemente, todo tendrá nombre y dirección. Pero los bosques son territorios monstruosos.
Y los monstruos derriban lógicas, andan subterráneamente,  se multiplican y dejan cadáveres.
La naturaleza muerta se entrevera así con lo vivo, con los monstruos. En el bosque y en la ciudad. En la casa de mi amigo Juan habita una enredadera que le come la casa. La corta y vuelve a crecer.

Los senderos guiados, las ratas blancas sobre la mesada, las flores estériles de la pared. Todo recuerda al miedo, parecen sus fugas. Hábitos para un mundo que se habita sólo desde el control. Y para tener control hay que matar a la Naturaleza. Pero también de eso hay fugas. Como cuando camino por la vereda y encuentro en una micro grieta de cemento plantitas que brotan, como la quietud de los árboles que levanta –subterránea y lentamente- el asfalto. Las lenguas de lo monstruoso que no dejan de desplegarse, ¿Cómo hacernos amigos de lo que no se nombra?
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