El Lobo y la Libertad
Durante las profundidades de la década de 1990 llegó a mis manos –después de una larga insistencia de tipo “comprame”- un Compact Disc de Microsoft titulado “Animales peligrosos”. A través de un viaje, cuyos caminos se orientaban según coordenadas de clics, fui descubriendo curiosidades, comportamientos y otras cualidades de diferentes animales que jamás olí pero bien supe apreciar en la pantalla, recortados sobre un fondo blanco y con una muy buena iluminación. En estas historias animales, los organismos eran los protagonistas de una historia íntima; el resto - otros organismos, lugares, montañas- eran mero ambiente, relleno. Desde los 90s, y hasta el día de hoy, recuerdo con cierta frecuencia un caso que me perturbó. En la sección australiana, en un recuadro pequeño de una esquina, se podía llegar hasta otro de los animales que nunca vi, y nunca veré: el lobo de Tasmania. Después del clic sucedía un texto sobre este animalucho y, sobre todo, un video viejo, blanco y negro, o más bien marrón (mágica tecnología de Windows 95). Un animal de hocico grande, como un perro raro, con rayas de tigre y cola de canguro, iba de un lado para el otro en una jaula mínima. Por fuera del lobo estaba lo otro, la historia. Según contaba la voz en off, esa imagen triste y pixelada habría correspondido al último lobo marsupial[1] que habitó este planeta. El último lobo de Tasmania fue llamado “Benjamín”. Se capturó en 1933 y murió en ese mismo zoológico tres años después. Tras su muerte, llegaron los taxidermistas y se fueron algunos millones de años evolutivos. La carne que envolvía a Benjamín, disecada junto con otros elementos corporales, yace en algún museo de ciencias naturales.
Este ensayo trata sobre algunas preguntas suscitadas en sensaciones de la infancia: ver a un lobo en un software, pasear por el zoológico, tener un perro, mirar documentales. Esas sensaciones se asocian a otro conjunto de procesos globales que actualmente se desenvuelven con intensidad. Desde el último lobo de Tasmania hasta la fecha, la situación respecto de las poblaciones silvestres de grandes animales y plantas, sólo fue en detrimento. Y es que en el último siglo, el impacto de las actividades humanas sobre el planeta ha sido el más intenso y extenso respecto de toda la historia, llevando incluso a denominar un nuevo período geológico, caracterizado por los cambios antrópicos sobre el planeta: el Antropoceno. Estos cambios ambientales han traído diversísimas consecuencias, desde la contaminación local de ríos y tierra hasta el cambio climático global. Las secuelas sociales de esta problemática son inmensas, basta recordar los casos de envenenamiento por agrotóxicos (véase por ejemplo el caso de las Madres de Ituzaingó) o la megaminería cordillerana y el reciente vertido de aguas cianuradas en el río Jachal. La problemática ambiental es profunda y compleja, sin embargo, me interesa ahora ahondar en un aspecto puntual -que puede parecer fetichista y hasta irrelevante- que es el referido al lobo. Las ciencias y tecnologías pueden proveer herramientas para reparar tal o cual cuestión –como clonar a las especies extintas-, pero en última instancia, el problema ambiental actual puede señalarse como un problema vinculado a un modo de ver el entorno, de conceptualizar al mundo como mero recurso, de suponer una idea de progreso lineal, en el cual el dominio de la Naturaleza es una condición necesaria. Por eso es que este ensayo parte desde la reflexión filosófica y desde la resolución pragmática. Frente a todo esto, la pregunta que planteo es mínima, refiere a un acontecimiento dado por un lobo encerrado que constituyó (o eso creemos) el último ejemplar de una especie: ¿por qué deberíamos pensar en el lobo de Tasmania? Esta es una pregunta ética, como dijo Foucault, una reflexión respecto de nuestra libertad. En nuestra libertad podemos pensar en aquel marsupial extinto o no, podemos pensar en los valores asociados a las especies y reflexionar sobre las consecuencias de este momento histórico, podemos pensar sobre el simbolismo de ese lobo encerrado, o considerar todo aquello como algo irrelevante. Esta pregunta aparece como urgente en tanto que en este momento histórico acontece la mayor tasa de extinciones que jamás enfrentó la Tierra -una tasa mayor que la que extinguió al 90% de las especies marinas durante la extinción masiva del Pérmico-Triásico-, nos enfrentamos a la amenaza de pérdida de agua, de aire, de suelo. Nos enfrentamos con lo que se ha llamado una “crisis civilizatoria”; estamos frente a los umbrales de un modo de ver y actuar sobre el mundo que parece estar derrumbándose. Y frente a esta perspectiva, quizás apocalíptica, nos detenemos a pensar. Salimos de las posibilidades tecnocientíficas (cómo clonar al lobo, cómo hacer zoológicos flotantes, cómo mantener bancos genéticos), para reflexionar filosóficamente sobre la valoración que le damos a lo viviente. ¿Porqué pensar en el lobo?
Primera aproximación: el lobo puede servir(nos)
Una de las respuestas más generales a esta pregunta, nos indica que debemos pensar en el lobo porque pudo haber tenido alguna utilidad. Si este lobo la tenía, ya la perdimos, pero puede que evitando extinguir otras especies tengamos algún tipo de beneficio (aunque la primera persona del plural en este caso es muy tramposa). La mirada utilitaria de la naturaleza prima hoy en gran parte del movimiento conservacionista. Sin ir más lejos, el quinto informe nacional para la conservación para la biodiversidad nacional nos dice que:
“La biodiversidad argentina es la base de una gran variedad de bienes y servicios ambientales. Por lo tanto conservar y utilizar la biodiversidad de manera sustentable es una forma de mantener la estabilidad de los ecosistemas de los cuales obtenemos los servicios esenciales para el desarrollo humano.”
Es decir, deberíamos evitar el destino del lobo para otras formas vivientes porque podrían traernos “bienes y/o servicios”. Considero poco probable esta posibilidad para el lobo de Tasmania -en el caso de haber subsistido- pero tampoco queda claro que un aguará- guazú, el cánido más grande de Sudamérica, una suerte de zorro con patas largas, a lo Dalí, pueda ofrecernos demasiados elementos capitalizables. La utilidad quizás tenga sentido en cuanto a una población de salmones, de alguna planta medicinal o aún de alguna planta que pueda ser potencialmente empleada en la industria farmacéutica. Más allá de la amplia repercusión de la mirada utilitaria sobre la naturaleza, particularmente sobre las especies, esta aproximación esconde una trampa. La solución, que comprende a la naturaleza como recurso, es aquella misma mirada que permitió comprender al planeta como una bolsa de recursos, bolsa que hoy está quedando vacía. Dicho de otro modo, el instrumento de capitalización que se sugiere para “conservar” la biodiversidad parece ser el mismo que nos llevó a la situación de crisis socioambiental. En la medida en que valorizamos a las entidades vivas del planeta como bienes o servicios tasables que cotizan en bolsa (otra bolsa llena de aire), transformamos a estos organismos en entidades sujetas a los vaivenes económicos, valores de mercado. El aprovechamiento sustentable de especies mantiene un fundamento de apropiación de la naturaleza que, en la historia de occidente, fue aquel que transformó bosques en campos de soja y montañas en sumideros de cianuro. Hoy existen propuestas para atribuirle valor expresado en dólares a toda forma viviente, a ríos y montañas (véase por ejemplo Costanza y col. 1997), habrá que ver quién lo puede comprar.
Segunda aproximación: mas diversidad biológica es mejor.
Otras voces de la conservación declaran que el lobo de Tasmania, o mejor dicho, la especie Thylacinus cynocephalus, tiene valor intrínseco. Así como uno no debería asesinar a una persona por su valor como ser humano (por más que en algunos casos pueda resultar muy conveniente), tampoco debería extinguir a una especie. Con la pérdida de una persona y de una especie se pierde algo importante en sí. Este es el argumento generalmente utilizado en la biología de la conservación, rama de la biología que se propone conservar a la biodiversidad y, para justificar su accionar, recupera los postulados del ecólogo Aldo Leopold. Para Leopold las especies tienen valor intrínseco en virtud de los millones de años evolutivos que demoró su aparición y por ende es un deber ético, como humanos, no extinguirlas. Rápidamente sospechamos que esta aproximación esconde algunos problemas. Por un lado, según lo que conocemos de la historia de la Tierra, se han extinto más especies de las que hoy habitan el planeta. En esa dirección parece que las extinciones son cosas que ocurren con bastante frecuencia y no dependen tanto de nosotros… ¡Un momento! También es cierto que en este momento de la historia de la Tierra, las extinciones no están dadas por meteoritos o derivas continentales, sino justamente, debido a cierto tipo de actividad humana. En este sentido, por lo menos cabe reconocer que estamos vinculados a la causa de las extinciones. Sin embargo no por esto deberíamos hacer algo al respecto... No tendríamos por que valorar la creatividad evolutiva, o la diversidad genética porque sí. En segundo lugar aparece otro problema, ¿Qué es una especie? Esta pregunta tiene varias respuestas, muchas veces contradictorias. En primer lugar podemos emplear un concepto morfológico: una cebra se parece a otra cebra, entonces pertenecen a la especie ‘cebra’. Sin embargo si vemos a un perro chihuahua y a un gran danés no podríamos decir lo mismo… Aparece entonces el concepto biológico de especie: una especie es un conjunto de organismos capaz de reproducirse y dejar descendencia fértil (y por ende el caballo y el burro pertenecen a especies diferentes, porque por más que se apareen, su híbrido, la mula, es estéril). Hay otros conceptos de especie, el evolutivos, el genético… más allá de los detalles cabe decir que las plantas transgreden la mayoría, y las bacterias a casi todos. De hecho, se sugiere que las bacterias (como organismos que no se reproducen sexualmente), tampoco tienen una clasificación específica. Pero, si hubiese especies de bacterias, ¿se consideraría su valor intrínseco? ¿Alguien está pensando en lo que se pierde si se extingue el mosquito Aedes egypti? ¿O las moscas? A lo que voy es, aún pudiendo definir una especie, no pareciera ser que la extinción de cada una de ellas constituyera un problema ético. Y a su vez, ¿qué es lo que hay que “salvar” para mantener a una especie? ¿Organismos? ¿Cuántos organismos? ¿Tan sólo necesitamos organismos?
Hablando de salvar especies, se nos presenta aquí una muy famosa mitología. En los comienzos del tiempo, hubo un momento en el que el mundo se encontró atravesado por la maldad del hombre y sobrevino la ira de Dios. Sin embargo, un hombre fue bueno a Sus ojos: Noé. Cuando aquél decidió erradicar lo humano del planeta, vio a Noé como el único hombre justo y ejemplar, y entonces–quizás por no poder crear algún tipo de veneno o peste específico que mate humanos y no a otras formas de vida- inundó la tierra entera, no sin prevenir a Noé y a su familia. Los hombres eran culpables, no el resto de lo viviente. Es por esto que Dios le indicó a Noé que transportase en su arca a una pareja de cada especie viviente. Y así lo hizo Noé. Diluvió 40 días y 40 noches, hasta que la lluvia cesó y luego dios ordenó “Saca también contigo a todo animal y a toda carne: aves, bestias y todos los reptiles que se arrastran sobre la tierra, procread y multiplicaos sobre ella”. Todas las parejas salieron del arca y entonces las especies sobrevivieron a la Ira... ¿Las especies sobrevivieron? Dos organismos de cada especie lograron no ahogarse por el fastidio divino, se reprodujeron y conformaron una nueva biodiversidad postdiluviana. El resto de los organismos de esas mismas especies parece haber sucumbido, y esto sin embargo no parece un problema moral. Es decir, la especie no es la sumatoria de los organismos, es algo que los trasciende. Siguiendo la tradición griega, los animales son tan solo miembros de una especie eterna, cuya inmortalidad se garantiza a través de la procreación. El valor de una especie dista de tener relación con el valor de cada organismo. El lobo encerrado es sólo un potencial de eternidad. El problema de ese lobo no es con el encierro ni con las condiciones de vida, sino con aquello que está más allá de él, con la posibilidad de perder para siempre a la especie del Lobo de Tasmania.
Pero volvamos a la cuestión de las moscas, mosquitos y bacterias, ¿qué características tiene que tener una especie para ser valorada? ¿Acaso Noé colectó parejas de cucarachas para subir al Arca? Está claro que, aunque respondamos que sí, parece difícil preocuparnos por conservar cada especie. Aparece entonces una nueva perspectiva sobre qué valorar. En algunos casos, la cuestión de “la especie” se intenta resolver a través de otorgarle valor intrínseco a un nivel superior de organización, el ecosistema, donde coexisten diferentes especies -que quizás aún no clasificamos- y el medio abiótico. Este ecosistema tiene ciclos de nutrientes, redes tróficas y complejidades propias. La pérdida o degradación de un elemento del ecosistema afectaría al conjunto en tanto existe una interdependencia de las partes. Vayamos a un ejemplo: el ecosistema de bosques australes. Allí en el fin del mundo, en las cercanías de Ushuaia, existe un ecosistema “prístino”, poco alterado por la denominada “civilización”, que ha sido recluido sobre los límites de un parque nacional llamado La Pataia. Allí mismo apareció (o fue aparecido) otro animalito, ciertamente encantador, el castor. Dícese que los castores son endémicos del hemisferio norte y han sido civilizadamente llevados a la Patagonia. Luego, sobrevinieron los problemas. Como indica la resolución 1048/14
“el castor es una especie exótica, introducida en la Isla Grande de Tierra del Fuego a mediados del siglo XX, habiéndose propagado en la actualidad a casi la totalidad de los cursos de agua (…) la especie es considerada una especie dañina, que causa un elevado impacto negativo sobre los ecosistemas de bosque, estepa, turba, perjudicando su biodiversidad, la dinámica de las cuencas hídricas y los ciclos de nutrientes”.
Los castores, como individuos pertenecientes a una especie adjetivada como exótica e invasora han perdido todo tipo de valoración positiva como organismos y se transformaron en un problema para otras formas de vida que sí tienen valor en La Pataia. Estos organismos afectan a aquello que sí tiene valor en sí, el ecosistema. En este caso, dado que estos mamíferos estarían afectando a los bosques nativos, se presenta como éticamente necesario erradicar al castor. De este modo desde hace un tiempo, bajo el paraguas del valor intrínseco del ecosistema, los castores –ahora denominados “especie invasora”- son presas de un plan de manejo para recuperar a los bosques. El método se denomina fusil sanitario.
Vimos entonces dos criterios: las especies tienen valor intrínseco y los ecosistemas tienen valor intrínseco. Los criterios determinan acciones. Nuestro modo de ver al lobo de Tasmania o al castor dependerá de en dónde lo veamos (y quizás, también, cuánto. Podríamos pensar en que si las palomas fueran una especie rara, difícilmente hallada, le otorgaríamos otro tipo de caracterización diferente al de “ratas con alas”...Lo cual nos hace también pensar en el valor en sí de las ratas...). Tras la perspectiva de la especie -sea invasora, exótica o nativa- los individuos pierden completa singularidad. Ya no importa cada castor sino su rol como especie en un ecosistema dado y en relación a un momento de ese ecosistema. El valor que le asignemos a los castores y a los lobos estará entonces regido entonces según otros elementos. Así, mientras en algún rincón del planeta se destinan enormes sumas de dinero para mantener a la especie panda, para “salvar a los pandas”, en otros sitios, organismos de características bastante similares son puestos en la mira del fusil. Y la justificación para ambos movimientos es la misma: el valor intrínseco.
Tercera aproximación: ese lobo, cada lobo.
Hay quienes se indignarán y señalarán que el lobo, como organismo sintiente, tiene derechos. En esta perspectiva, los animales que declaremos sintientes (principalmente mamíferos y tal vez otros vertebrados), deberían importarnos en tanto constituyen de algún modo la felicidad en el mundo. Siguiendo al utilitarista Peter Singer, en la suma total de utilidad –o felicidad-, los seres sintientes -sean humanos, perros o cormoranes-, contribuyen. Para lograr un mundo con más utilidad no debemos desestimar el aporte de otros organismos no humanos. En esta dirección, si hubiésemos tenido más lobos de Tasmania contentos, éste habría sido un mundo mejor. Recuperamos acá a ese lobo, Benjamín, y el debate ya no es sobre especies o ecosistemas sino sobre cómo tratar a cada lobo, a cada organismo que podamos denominar sintiente. Hace poco, en el zoológico de Buenos Aires, Sandra -así fue llamada una orangutana-, fue considerada como sujeto no humano. Como tal, Sandra adquirió derechos que, entre otros, implicaban el no cautiverio. La orangutana fue trasladada a un “santuario”, una reserva natural, en Brasil para tener mejores condiciones de vida. Esta mirada, que podríamos llamar ‘animalista’, recupera el valor sobre cada organismo. Cada sujeto no debería ser maltratado, encerrado, violentado.
Por fuera del utilitarismo, estas posturas animalistas –en algunos casos también llamadas biocentristas- suelen señalar el valor de lo vivo como algo intrínseco a los organismos, el valor de la vida por la vida misma, que se expresa en cada organismo en particular, siempre y cuando pertenezca a la categoría ‘sintiente’. Debemos preocuparnos por el lobo porque el lobo, como cualquier forma sintiente, vale. Benjamín tiene valor y no debe ser maltratado ni encerrado, como cada perro de la calle, como cada gato, como los orangutanes hacinados en el zoológico. Esta postura muchas veces se vincula con perspectivas de diversas religiones o cosmovisiones: en algunas los seres vivientes son reencarnaciones, en otras creaciones divinas, en otras, espíritus. En algunos casos, la valoración por diferentes formas de vida, en particular por las especies domésticas, consiste en el rechazo de formas de explotación que maltratan a los organismos, como en el caso de los feedlots en vacas o en las industrias de pollo. De forma más radical, ciertas corrientes, como el veganismo, postulan que no debemos emplear derivados de ninguna forma animal sintiente. En esta mirada no sólo es inmoral matar a una vaca o a cualquier animal sino que tampoco es correcto emplear derivados de estos animales, como los huevos de las gallinas. Ya se nos presentan nuevos problemas: ¿cómo saber quienes sienten y quienes no? y, en este sentido, ¿Cómo desestimar a priori el sufrimiento de una planta? Por otro lado, también podríamos plantearnos casos en los que la subsistencia de humanos depende del consumo de derivados animales, ¿qué moral se emplea en estos casos? Nuevamente volvemos a la pregunta, ¿qué valores están en juego y a quienes se aplican? A su vez, cuando se postula que ningún ser sintiente puede ser utilizado para fines humanos, ¿en qué medida se diluye la diferencia entre una industria de pollos y alguien que caza perdices para comer? ¿Acaso no importa el cómo y el para qué?
4ta aproximación: vuelven los dioses, los animales, nosotros.
4ta aproximación: vuelven los dioses, los animales, nosotros.
Una suerte de canguro cuadrúpedo con resabios de tigre camina sobre el cemento. Se choca contra las rejas, come sin cazar, anda sin andar. El lobo es una quimera, un barroco de formas y sentidos. El lobo se transforma en mito: Crono encerrado por sus hijos, una muestra del tiempo. La Naturaleza, que en algún momento fue una suma de deidades, se ha transformado en entidades entre rejas. Formas calientes que caminan y laten en reductos urbanos. Así es como, mientras somos niños y vivimos en la ciudad, salimos a conocer “La Naturaleza” y nos encontramos caminando por un zoológico o viendo un video de youtube en el que aparece un oso, un león, un tigre.
Más mitos. Antigua china. Byakko es la luz blanca, el Tigre blanco, guardián del otoño y del oeste. El tigre blanco, que cambiaba su color luego de haber vivido 500 años, durante la dinastía Han era el rey de las bestias. Su rugido atraía las tormentas, era el viento. Si se dejaban ver era porque se vivía un período de justicia y rectitud en la gobernanza del imperio. En el Zoo de Buenos Aires durante 2015 nacieron dos tigres blancos. Fueron llevados a diferentes zoológicos para que sean apareados con otros ejemplares y así evitar la endogamia. Estrategias biológicas para mantener a “la especie”. Se puede visitar a los tigrillos en horarios pactados, pagando la entrada correspondiente. Los dioses se transformaron en entretenimiento. Pero esta metamorfosis no puede ser sólo del dios-animal al producto de mercado. Para entender que significa el lobo encerrado o la tigresa parturienta, debemos pensar entonces en qué significa ser animal, qué significan los dioses en la naturaleza y qué significa ser humano en esta trinidad.
¿Qué es un animal? Si nos aproximamos a esta pregunta desde las ciencias modernas, diremos que un animal es un organismo eucariota, multicelular y heterótrofo, o dicho de otro modo: tiene muchas células con núcleo, más complejas que las de las bacterias y, a diferencia de las plantas, se nutre principalmente de materia orgánica de otros seres vivientes. Los animales, desde esta perspectiva, tienen determinados componentes y comportamientos. Así, conocer un animal implicaría abstraer un animal, recortarlo del entorno y de la historia: agarramos a un lobo, lo separamos de su ambiente, quizás lo abrimos, quizás lo enjaulamos y así sospechamos entender qué significa ese ser-lobo. Describiremos entonces su pelaje, órganos y comportamientos. Pero la pregunta radica en pensar qué perdemos con la abstracción, ¿Qué nos queda del lobo como figurita recortada? Si volvemos a poner al lobo en el bosque quizás se presenten otras dimensiones para entender al animal y podamos ver de qué modo el mundo constituye al animal. Y viceversa. Cada animal mantiene su territorio, sostiene un ritmo, habita. El pájaro canta señalando su existencia. Su canto constituye su territorio[2], el territorio constituye al ave. El tigre anda lento, habita territorios amplios. El ritmo y el territorio conforman la primera línea de anclaje para la existencia. El ritmo supone el andar, el movimiento y el cambio constante vinculado al propio vivir. El ritmo cardíaco se vincula con el tamaño del organismo. El tamaño, del territorio… y luego aparecen las interconexiones. Como animales tenemos ritmos y territorios. Como organismos, nuestros ritmos y territorios son según otros ritmos y territorios, interdeterminan otros ritmos y territorios. Es decir, formamos parte de un enlazado de mundos territoriales en continuo fluir, en el que se vislumbran ciclos, redes y relaciones. Como animales estamos siempre en un aquí y ahora habitando un territorio. La Ciudad de Buenos Aires alberga elefantes en territorios de orugas, orugas que se desarrollan en macetas. La ciudad como territorio se vincula a un ritmo, a una forma de vivir y, como organismos, nuestros ritmos van interdeterminandose en un fluir constante. Cuando sacamos al lobo del territorio, cuando lo abstraemos, se pierden esos componentes. El lobo se transforma en una fotografía recortada sobre un fondo blanco, pero de ese ser-lobo, de ese lobo que hacía territorio y se hacía a través del territorio, ya no queda nada, o al menos queda algo muy diferente.
El animal muta en el zoológico. Ahora, ¿qué ocurre con aquellos dioses vinculados al animal, con aquellos símbolos? En principio, por su carácter eterno, los dioses no requieren territorios, trascienden los lugares y el tiempo. Rodolfo Kusch cuenta que las ciudades europeas conformaron una estrategia para dejar a los dioses por fuera de las murallas. Todos los sacrificios y rituales que antaño se realizaban para evitar la Ira de Dios se diluyeron en cuanto se pudo separar al humano de la Naturaleza, cuando se comenzó con ese proceso de dominio y control de lo “Otro” llamado Modernidad. Luego de exiliar a dios, lo que quedó es la Ira del Hombre. Así, las maldiciones de los dioses, de la naturaleza indómita, de los tigres, quedaron del otro lado, en el campo, en la selva. El zoológico aparece, junto con la modernidad, con una premisa que rige dentro de las murallas: la condición de que lo inexplorable se vuelva cosa. Que los dioses queden por fuera de las murallas. El “des-cubrimiento” de América formó parte del génesis de esta historia, y los zoológicos se erigieron como parte fundamental para aquella clasificación obsesiva de “lo nuevo”, de esas entidades que vienen del nuevo mundo: un guanaco, un tomate, un aguará guazú. En este sentido, el zoológico se presenta como un dispositivo para encerrar no sólo a los animales, sino a lo desconocido bajo la prisión de la palabra. Los museos y zoológicos conforman pues un modo de apropiación de lo desconocido a modo tal que nunca se puedan convertir en dioses. Lo desconocido se vuelve cosa y palabra. El mausoleo de las cosas vivas y el mausoleo de las cosas muertas.
Entonces, allí, paseando por las ciudades donde ya se han extinto los dioses y nuestros territorios quedan a merced de la Ira del Hombre, volvemos a lo humano. Ciudadanos que visitan zoológicos, que crean zoológicos, pero ¿qué creamos cuando creamos un zoológico? En principio una forma de vida que se sustenta en el encierro. Que entiende el encierro como posibilidad para coexistir con otras formas de vida. Vemos entonces que la dominación de la naturaleza, principio rector de la Modernidad, sólo parece poder efectuarse a través de la desterritorialización de lo viviente. Como hemos esbozado, el territorio, para todo tipo de animal, implica algún tipo de elección, elección que se reitera instante a instante, de forma inmanente, que se defiende con el cuerpo, con el canto, con el mismo vivir. Así el tigre mantiene su territorio según dónde se encuentre, habitando ese lugar. En el zoológico, así como el tigre blanco no elije su jaula, tampoco pareciera defenderla. El ritmo del tigre se transforma y con ello su animalidad cobra otros matices. El espacio en el zoológico no supone una conjunción de territorios defendidos por la vida, sino más bien un plano cartesiano en el que un demiurgo racional determina qué tipo de espacio le corresponde a cada quien (o a cada qué). Ahora bien, ¿qué hacemos cuando entramos al zoológico? Nos encerramos. Pasamos las rejas y entramos a un laberinto en el que otras rejas encierran a lo Otro. Un holograma. Un reflejo. Así el zoológico genera esas visibilidades y enunciados, ese modo de ver y de hablar sobre el mundo. Vemos un tigre (¿Vemos un tigre?), se presenta la imagen del tigre y sonidos de altavoces anunciando la hora de cierre. Allí estamos mirando al animal que va y viene. Va y viene. Allí estamos mirando el encierro, el del tigre y el nuestro. El zoológico, como espacio de desterritorialización, anula las dimensiones de la animalidad, pero no sólo la de los otros animales. Vemos un tigre y podemos no sentir siquiera miedo. El zoológico no muestra animales, los disocia de nosotros. Y es que esta dualidad, la escisión naturaleza-cultura, pareciera fundarse en su mismísima materialidad dentro del zoológico. Así es entonces como se presenta lo humano, como entidades que pertenecen a un mismo espacio abstracto y cartesiano, pero que se distinguen de lo animal por tener las llaves para pasar entre jaula y jaula.
Volvemos al lobo de Tasmania, ¿por qué seguir pensando en el lobo de Tasmania? Las respuestas han sido múltiples. Su valor instrumental, su valor intrínseco como especie, su valor como nodo de un ecosistema, su valor como organismo… En muchas teorizaciones sobre el valor de lo vivo aparecen los intentos de universalización, de intentar comprender desde una razón universal cuál es la ética que responde trascendentalmente cualquier plano material. La cuestión, sobre todo en el plano de la valoración, es que muchas veces la noción de “valor en sí”, de valor intrínseco, olvida nuestro lugar como sujetos, como personas que atribuimos esa valoración, esa perspectiva. Y desde ese olvido, en varias propuestas de la ética ambiental, se presenta al antropocentrismo como un término peyorativo, ¿pero qué significa ese antropocentrismo? En el dualismo Naturaleza-cultura, la Naturaleza ha sido conformada integrando, además de animales y plantas, a todo grupo social que no estuviese incluido en el conjunto “Hombre Blanco” (mujeres, diferentes culturas, etc.). En esta dirección, si antropocentrismo es la mirada de ese hombre blanco que todo somete bajo su yugo, ciertamente deberíamos buscar miradas no antropocéntricas. Sin embargo, creería que la problemática ambiental, aún en la fracción de la problemática referida a especies no humanas, al recuperar lo humano, desde una mirada situada, puede ofrecernos alguna otra respuesta en relación al porqué pensar en el lobo. Y es que, volviendo a esta mirada hologramática, la imagen del lobo en el pequeño reducto de cemento y reja, nos habla también del modo en que estamos viviendo. La forma de vínculo con lo animal mediada por el consumo (“comprame el CD de animales”, “llevame al zoológico”), nos aleja de otras experiencias de co-habitación del territorio, de encontrar nuestros ritmos. Y en esta dirección, mientras se plantea que con los aportes de la tecnociencia estamos “dominando” a la Naturaleza –y vuelven las promesas de alimentar al mundo, de la vida eterna, de la medicina totipotente-, somos más los que, hacinados en la multitud de las megalópolis, vivimos cada vez menos indómitos, más acorralados. Pensar en el lobo (y en la masacre de bosques, praderas, ríos y mares), quizás sea un punto de partida para reflexionar sobre otra forma de con-vivir con los lobos que aún están. Las perspectivas que transitamos, las cuales proponen valorar la diversidad biológica (especies, ecosistemas), evitar el sufrimiento de diferentes formas de vida o aún comprender que, como humanos, no somos figuritas recortadas y por ende requerimos de la biosfera, con sus ríos, plantas, hongos, animales y otras formas de vida. Son reflexiones que tendríamos que suscitar para pensar en el hoy. Para pensar en el acá, quizás convenga recuperar algunas perspectivas que emergen desde nuestro Sur y comprenden que cambiar los vínculos es el punto de partida. Así aparece el sumak kawsay o buen vivir, indicando que el cuidado del entorno, de los otros, de nosotros, es aquello que debería ser prioritario para cambiar el rumbo del deterioro ambiental, del deterioro social. Dicho de otro modo, liberando al lobo nos hacemos libres... Pero, como escribió John Berger, la libertad es la experiencia de un deseo que se reconoce, se asume y se busca.
¿Cómo hacemos para reconocer, asumir y buscar ese deseo?
Quizás habría que preguntarle al lobo.
Bibliografía
Berger, John . 2011. Con la esperanza entre los dientes. Buenos Aires: Alfaguara
SECRETARIA DE AMBIENTE Y DESARROLLO SUSTENTABLE (SAyDS). 2015. Quinto Informe Nacional para la Conferencia de las partes del convenio sobre la diversidad biológica
Nottebohm, F. 1969. The song of the Chingolo, Zonotrichia capensis, in Argentina: description and evaluation of a system of dialects. Condor 71: 299-315.
Costanza, R., d Arge, R.,deGroot, R.,Farber, S.,Grasso, M.,Hannon,B., Limburg,K., Naeem,S., Oneill,R.V., Paruelo,J., Raskin,R.G., Sutton,P., van den Belt,M. 1997. The value of the world’s ecosystem services and natural capital. Nature 387, 253–260
[1] Los marsupiales son mamíferos no placentarios originarios del viejo supercontinente Gondwana, el cual incluyó a los actuales África, América del sur, Antártida, India y Australia. La mayor parte de los marsupiales sobrevivieron en Australia. Los marsupiales sudamericanos fueron en su mayoría (salvo casos como el de las comadrejas), desplazados por los mamíferos placentarios que migraron cuando América del Sur se unió a su Norte.
[2] Las aves varían su canto según su hábitat. En Magdalena conviven dos poblaciones de chingolos, una en la pampa abierta, otra en los bosques. Su trino, intensidad y melodía dependen de su territorio (Nottebohm 1969). La comunicación es según el dónde. El lenguaje se arraiga.
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